Conversando en la consulta acerca de ser feliz, es corriente oír este comentario: “Mira, yo tengo claros mis deberes y los cumplo, yo sé lo que quiero y lo que puedo lograr en mi desempeño laboral, también sé con qué cosas disfruto. Pero me he dado cuenta de que no vivo feliz y quiero que quede claro: yo no vivo mal, simplemente no encuentro la felicidad, no sé cómo buscarla en mi interior, me parece que tiene que ver con lo que pasa afuera y no me puedo aislar de mi entorno”.
Cuando el estado de felicidad depende exclusivamente de lo que ocurre en el contexto, perdemos la posibilidad de dirigir nuestra vida. Nos sentimos a la deriva.
Sin embargo, en la vida siempre hay alternativas. Uno de los caminos que nos ayudan a recuperar el rumbo es reconocer las situaciones en las que hemos sentido gratitud y descubrir otras en las que podamos llegar a experimentarla. Las transformaciones que este sentimiento puede desencadenar son inimaginables.
Pero como en nuestra cultura las creencias acerca de la gratitud son contradictorias, las respuestas frente a ella son paradójicas. Podemos encontrar los que esperan la gratitud y se duelen porque no existe. Estas personas pueden contarnos con detalle cómo en su propia experiencia, la persona a la que más ayudaron en la empresa, la persona de su confianza, fue justamente la que los estafó. Se adhieren, con resentimiento, al dicho popular que reza: “Cada buena acción trae su correspondiente castigo”. Y no falta el que añade la historia de que Pedro Pérez estaba hablando mal de él, a lo que este respondía: “Que raro, si no le he hecho ningún favor”.
Es frecuente que nuestra creencia en la autosuficiencia, como único sitio respetable, haga difícil admitir la gratuidad de los favores recibidos. Al punto tal, que responder con gratitud se ha vuelto muy difícil y en consecuencia, el camino a la felicidad se obscurece.
Por raro que parezca, son muchas las personas que ante el requerimiento del padre o del hijo con relación a dar las gracias se quejan y dicen: “Si me lo ibas a cobrar para qué me lo diste.”
En síntesis, tenemos enredado el agradecimiento. Nos cuesta darlo si recibimos favores. Nos hace falta recibirlo. Pero más complejo aún, nos queda más fácil admitir la venganza como medio para equilibrar el daño que nos hacen. Y esto, con todas las desastrosas consecuencias que tiene en lo personal y en lo social.
Es conmovedor en las sesiones de terapia cuando alguien logra trascender los resentimientos que pueda haber acumulado con sus padres, sus cónyuges o ex cónyuges, o aún con el país, y comenzar a descubrir que en cada sufrimiento que se mira desde la compasión y el perdón se abre el camino hacia la gratitud.
Trabajé hace tiempo con una persona que se sentía muy sola y desamparada, había tenido una infancia muy difícil pues había perdido a su madre en un hecho de violencia política y en ese momento atravesaba su segunda separación. Tenía la sensación de haber dado mucho y que la gente no le respondía a pesar de su bondad.
Comenzamos a buscar los momentos en los que ella había podido experimentar gratitud. En principio le pareció extraño. Pero, a medida que fue encontrando en su memoria manos y sonrisas amigas, el sentimiento de gratitud fue abriendo su corazón. Entonces, le fue posible perdonar a las personas que le habían abandonado y descubrió que a pesar de todo, había momentos y periodos amables. Y los agradeció. Con fuerza y decisión enfrentó, en su memoria, la muerte de su madre y logró cambiar el resentimiento por perdón y compasión.
La gratitud abría su corazón y ampliaba su manera de ver el mundo. Le revelaba aspectos de su vida que ella había pasado por alto, recordó familiares que la habían acogido, primos con los que había jugado y halló que eran muchas las experiencias que despertaban su gratitud, que podía estar en paz con la vida y que la felicidad era posible. Los hechos no habían cambiado, su manera de abordarlos sí.
Sabemos que la vida de todos tiene suficientes motivos para el dolor, pero también sabemos que si nos lo proponemos y cantamos desde el alma, con Mercedes Sosa, “Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dio dos luceros que cuando los abro perfecto distingo lo negro del blanco, padre, amigo, hermano y luz alumbrando…” nuestros hijos podrán habitar un mundo en paz.
(La Dra. Solórzano atiende consulta individual y realiza otras actividades relacionadas con su práctica profesional según se le solicite. Para mayor información, por favor escribe a: msolorzano@cable.net.co)
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Publicado originalmente en El Espectador.
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